Era la cuarta vez que rompía un espejo. Era la cuarta vez que sangraba por culpa de los cristales clavados en mi puño. Era la cuarta vez que perdía, completamente, el control. Tuve la necesidad de darle la vuelta a los cristales esparcidos por el suelo que aún me reflejaban. No me gustaba lo que veía. Lo odiaba.
Me repugnaba. Me cubrí la cara con mis manos como si aquello pudiera parar el torrente de mis lágrimas. Sentí marearme cuando todo el baño empezó a dar vueltas a mi lado, una sensación cada vez más frecuente y a la que me tenía que acostumbrar. Tenía que ser perfecta. Porque esa era mi meta, la perfección. Quería parecerme a Ellas,
quería ser lo que la sociedad deseaba. Ansiaba hacerme con las miradas, con la envidia de otras. Y la única forma de conseguir la seguridad suficiente era con una nevera básicamente vacía. Un par de yogures para mantenerse en pie bastaba. Y así vaciaría mi armario para llenarlo con ropa de cuatro tallas menos. Como las de Ellas. Tan perfectas.
Nunca nadie había comprendido mis deseos. No entendían por qué quería cambiar. Por eso nunca dije qué hacía, cómo intentaba lograr cambios en mi cuerpo, cómo quería perder volumen, cómo iba a llegar a ser como Ellas. No me importaba el medio, sólo el fin. Por eso me forzaba. Me forzaba a dejar de comer y castigaba a mi cuerpo cuando sucumbía a la tentación. Las marcas de la cuchilla se escondían detrás de mis pantalones.
Eran mis cicatrices de guerra. La lucha de la mente contra el cuerpo. Los deseos contra la coherencia. La perfección contra la salud. A toda costa, yo lograría mi meta. Aunque me costara el respirar. Aunque padeciera... Al menos sería una difunta perfecta. Como Ellas. Como la sociedad quería.
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